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Abstract
El sistema de educación, particularmente la educación superior en América Latina y en el Ecuador ha sido, a decir de Josef Estermann y Manuel Tavares (2015), uno de los elementos claves para la propagación de los valores de la civilización europea y occidental, de la hegemonía de las ciencias en sentido occidental y de las maneras cómo se viene construyendo conocimientos y saberes a escala global. Las escuelas, colegios y universidades históricamente fueron fundadas con el propósito de evangelización y la trasmisión del universo simbólico monocultural de Europa (Dussel, 2000), en menosprecio de otras civilizaciones.
Las instituciones educativas se han considerado como centros de trasmisión de verdades absolutas, procedentes de Europa y se han concebido como los únicos espacios en los que es posible la construcción de los conocimientos. Además, han creído que tienen la misión secular de educar a los pueblos indígenas en las bondades de la vida civilizada, según los cánones políticamente correctas del mundo occidental. A fin de legitimar estas ideas concibieron a los indígenas y afrodescendientes como seres inferiores, menores de edad, menesterosos de la protección del más fuerte, varón y caballero (Adorno, 1988). Así, la escuela, el colegio y la universidad nunca integraron a todos los sujetos cognitivos, tipos de saberes, métodos de investigación y su aplicación a la vida (Estermann y Tavarez, 2015), hasta tal punto que la formación intelectual de la niñez y juventud fue descontextualizada, por tanto, con escasa capacidad de respuesta a las grandes necesidades del país y de la región.
En buena hora, gracias a la acción colectiva indígena y afrodescendiente (Antón, 2018; Tuaza, 2011) el reconocimiento Constitucional (2008) del carácter intercultural y plurinaciona del Estado ecuatoriano, las instituciones de educación van descubriendo el valor de romper las fronteras étnicas y epistémicas, hasta tal punto de hablar en los currículos, los planes de investigación y en todo el quehacer educativo la necesidad de la interculturalidad, término que de alguna manera, supera a la idea de la inclusión que conlleva en su sentido literal el imperativo categórico de exigir a los indígenas y afrodescendientes a renunciar su cultura, su lengua, su historia, su cosmovisión y asimilarse al mundo occidental, abrazando otra historia y modos de vida como la condición fundamental que permita insertarse en la modernidad y gozar de las bondades que esta ofrece (Nakata, 2014).
La interculturalidad, por su parte, implica el reconocimiento, el respeto, la valoración de otras culturas. Supone saber que la resolución a los múltiples conflictos que atraviesa el mundo no solo está contenida en el lenguaje científico y tecnológico sino en otros saberes, prácticas, capacidad de agencialidad que poseen los pueblos y nacionalidades indígenas y afrodescendientes.
Por la interculturalidad es posible articular los conocimientos locales, indígenas y occidentales, modos de producción de los conocimientos, formas de aprendizaje, lenguas, historias, visión del mundo, proyectos a futuro de los pueblos y nacionalidades (Esterman, Tavarez, 2015).
La interculturalidad exige relaciones de apertura a otro y transformación recíproca. Sin el ejercicio auditivo profundo y el acercamiento a los demás, no es posible comprender la variada riqueza existencial. La apuesta por la interculturalidad en el sistema de educación requiere de relaciones asimétricas, dialogante y democrática entre dos o varias culturas y el mutuo enriquecimiento.