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No tocaron la puerta, la echaron abajo a culatazos y patadas, atravesaron el cuarto de las patojas y se metieron directamente al nuestro, como si ya supieran en donde dormíamos. Ni tiempo le dieron de sacar el revólver y creo que tampoco lo hubiera hecho para no perjudicarnos, porque nos habrían matado a todas. A rastras se lo llevaron sin dejar de golpearlo. A mí me empujaron a un rincón y ni abrazarlo pude. Desde esa noche no supimos más de él. Mejor lo hubieran matado, no tendríamos esa tremenda duda.