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Sin duda, la determinación de límites no físicos, establecer dónde termina algo y a partir de dónde empieza algo nuevo es uno de los retos intelectuales más difíciles de responder. Dónde en la construcción logicista de las matemáticas terminan la lógica y la teoría de conjuntos y en dónde empiezan las matemáticas o, en el terreno del lenguaje hasta dónde llega el reino de la significatividad y dónde empieza el del sinsentido, son buenos ejemplos de ello. E, igualmente, intentar fijar a priori los límites del conocimiento y del pseudo-conocimiento es una labor que por lo menos al día de hoy ha desembocado en un fracaso casi total. Pasaron ya los eufóricos días del positivismo lógico y sus secuelas filosóficas en los que confiadamente se pensaba que la verificación empírica era la clave para distinguir por lo menos entre ciencia y metafísica y si no podía serlo la verificación lo sería entonces la refutabilidad. Nada de eso funcionó. No funcionó tampoco el apelar a métodos ni a esquemas explicativos, como el nomológico-deductivo. El intento de deslindar mediante un procedimiento a priori entre el genuino conocimiento y el pseudo-conocimiento parecía ser un problema simplemente insoluble.