{"title":"演示","authors":"P. Anderson","doi":"10.47195/22.753","DOIUrl":null,"url":null,"abstract":"Presentismo \n \nPerry Anderson \n \nUniversidad de California en Los Ángeles \n \nLa acusación —si no el término— de “presentismo”, de tomar ideas del pasado haciendo abstracción de su contexto histórico para usarlas erróneamente en el presente, ganó su primera notoriedad con The Whig Interpretation of History de Herbert Butterfield, escrito a comienzos de la década del treinta. El término, que probablemente ya estuviera difundido en Cambridge en los años cincuenta, adquirió plena vigencia con los primeros textos metodológicos de Quentin Skinner, John Dunn y J. G. A. Pocock, que polemizaban con la historia de las ideas tal como era practicada por Arthur Lovejoy o George H. Sabine o, en un registro diferente, por C. B. Macpherson. La propuesta de una transformación radical del modo en que el campo debía ser estudiado encontró su realización ejemplar en The Ancient Constitution and the Feudal Law de Pocock, The Foundations of Modern Political Thought de Skinner y The Political Thought of John Locke de Dunn. Ningún protocolo de la Escuela de Cambridge fue más severo ni ganó una aceptación más amplia que la prohibición de presentismo. Las ideas políticas del pasado pertenecían a los lenguajes del pasado, que no tenían continuidad con los del presente y debían ser reconstruidos si se pretendía entender el verdadero significado de cualquier texto que se articulara en esos lenguajes. Las ideas políticas no estaban disponibles para un traslado de modo ignorante al discurso contemporáneo. \nLa “revolución en la historia del pensamiento político” de Cambridge, a pesar de su insistencia en la primacía del contexto histórico, en términos generales no aplicó sus preceptos a sí misma. Pero el escenario en el que se originó parece bastante claro: el consenso de posguerra en el ámbito angloparlante con el florecimiento de la filosofía del lenguaje y la promesa del fin de las ideologías. Se trataba, al menos en lo referido a la política interna, de una arena marcadamente despolitizada (en la política externa, por supuesto que la Guerra Fría estaba lejos de haber terminado). En la Europa continental no reinaban condiciones tan confortables. Con el telón de fondo del reciente fascismo y la resistencia contra él, y en un escenario persistente de comunismo y una batalla para contenerlo o reprimirlo, las pasiones ideológicas estaban mucho más exacerbadas. Así, no sorprende que las advertencias de la Escuela de Cambridge fueran poco tenidas en cuenta. En la Alemania de los cincuenta y los tempranos sesenta, los dos trabajos señeros sobre historia de las ideas, Kritik und Krise (1954) de Reinhart Koselleck y Strukturwandel der Öffentlichkeit (1962) de Jürgen Habermas, podían ser vistos, a su modo, como una revolución de los métodos y de los hallazgos no menos profunda que la que el trabajo de los historiadores de Cambridge representaba en Gran Bretaña. Pero ninguno de los dos tuvo reparo en establecer conexiones directas —y antitéticas— entre los conceptos de la esfera pública propios de la Ilustración y las candentes preocupaciones relativas a la contemporaneidad: los peligros del totalitarismo, la cultura de los medios de comunicación mercantilizados y la democracia delegativa. \nTales usos europeos del pasado persistieron. Baste pensar en Norberto Bobbio, quien comenzó escribiendo sobre Hobbes en la década del cuarenta. Tres décadas después, no dudó en transponer el diseño del Leviathan a los riesgos bélicos de la era nuclear ni en argumentar a favor de un superpoder singular con monopolio de la violencia extrema interestatal para asegurar una paz estable (Il problema della guerra e le vie delle pace, 1979). O, contrariamente, Habermas pudo retomar, sin sentir el menor inconveniente ni percibir la menor incongruencia, el esquema de Kant de la paz perpetua como una maqueta de las intervenciones humanitarias de las Naciones Unidas durante la década del noventa. O, más recientemente, Rosanvallon, quien trajo nuevamente a la discusión pública a Guizot en la década del ochenta para promocionar las ventajas de una recuperación del liberalismo francés —Le Moment Guizot (1985) como una operación subsidiaria del entonces vigente “momento Furet”—, retoma a Guizot con iguales objetivos en La contre-démocratie (2006), veinte años después. En definitiva, en esas declinaciones continentales el presentismo no produjo mayores ansiedades. \nPodría objetarse que esos pensadores, a excepción de Koselleck, no pueden ser considerados historiadores en sentido estricto —e incluso se podría acusar a Koselleck de practicar algo más cercano a una forma filosófica que a una forma convencional de la historia. Pero cuando atendemos a las producciones posteriores de los historiadores de Cambridge, advertimos que ellos mismos se alejaron hace tiempo de las prescripciones asépticas de su juventud. Las razones de ese cambio no son difíciles de descubrir. Las plácidas verdades indiscutibles de los cincuenta ya no se sostienen. Liberty before Liberalism (1998) de Skinner, busca recuperar en Marchamont Nedham, James Harrington o Algernon Sydney ideas “neo-romanas” de libertad como no-dependencia a la voluntad de otros, y las propone como antídoto a la concepción hobbesiana de libertad negativa como mera ausencia de impedimento de acción, que se convirtió en parte del sentido común. A esta construcción, evidente reacción a la era del thatcherismo, podría achacársele precisamente el pecado cuya condena fundó el renombre de Skinner. Para Blair Worden y Pocock, era claramente presentista. Dunn, más radicalmente disconforme con el devenir de la democracia occidental, en Setting the People Free (2005) volvió a Roberspierre y Babeuf para buscar pistas sobre los límites que el “orden del egoísmo” le impone a la democracia. Tampoco Pocock, el más autorizado de todos, pudo resistir la tentación del presente. Ya The Machiavellian Moment finalizaba con el escándalo de Watergate. Pero su modo de vincular el pasado con el presente fue claramente diferente. Richard Nixon pudo figurar en las páginas de Pocock como una criatura de una imaginación típicamente Old Whig, pero su modo no es la presentación abierta de los pensadores del pasado como enseñanza del presente, sino otro, a la vez más oblicuo y más directo. The Discovery of Islands (2005) no pone a su servicio a Tucker o Gibbon. Pero su feroz ataque al desmantelamiento de la soberanía nacional y a los triunfos de la mercantilización en la Unión Europea —objeto de admiración de Skinner— es más intencionalmente político que lo que cualquier colega de Pocock se permitió. No es necesario trazar su línea de proveniencia: no hay dudas de que estamos ante el republicanismo, en el sentido peculiarmente incisivo que el joven Pocock reveló a los modernos. \n¿Toda esta reincidencia no es más que un lapsus tardío de presentismo? El término está expuesto a una confusión. El significado de una idea política sólo puede ser entendido en su contexto histórico –social, intelectual y lingüístico–. Arrancarlo de ese contexto es un anacronismo. Pero, contrariamente a la gastada afirmación atribuida a Wittgenstein, significado y uso no son lo mismo. Las ideas del pasado pueden adquirir relevancia contemporánea —incluso, en ocasiones, una mayor a la que poseían originariamente— sin ser mal interpretadas. No hay garantía contra su distorsión ni se puede asegurar su momificación. \n \n[Enviado por el autor. Traducción del original en inglés y notas: Natalia Bustelo]","PeriodicalId":33747,"journal":{"name":"Politicas de la Memoria","volume":" ","pages":""},"PeriodicalIF":0.0000,"publicationDate":"2022-12-16","publicationTypes":"Journal Article","fieldsOfStudy":null,"isOpenAccess":false,"openAccessPdf":"","citationCount":"0","resultStr":"{\"title\":\"Presentismo\",\"authors\":\"P. Anderson\",\"doi\":\"10.47195/22.753\",\"DOIUrl\":null,\"url\":null,\"abstract\":\"Presentismo \\n \\nPerry Anderson \\n \\nUniversidad de California en Los Ángeles \\n \\nLa acusación —si no el término— de “presentismo”, de tomar ideas del pasado haciendo abstracción de su contexto histórico para usarlas erróneamente en el presente, ganó su primera notoriedad con The Whig Interpretation of History de Herbert Butterfield, escrito a comienzos de la década del treinta. El término, que probablemente ya estuviera difundido en Cambridge en los años cincuenta, adquirió plena vigencia con los primeros textos metodológicos de Quentin Skinner, John Dunn y J. G. A. Pocock, que polemizaban con la historia de las ideas tal como era practicada por Arthur Lovejoy o George H. Sabine o, en un registro diferente, por C. B. Macpherson. La propuesta de una transformación radical del modo en que el campo debía ser estudiado encontró su realización ejemplar en The Ancient Constitution and the Feudal Law de Pocock, The Foundations of Modern Political Thought de Skinner y The Political Thought of John Locke de Dunn. Ningún protocolo de la Escuela de Cambridge fue más severo ni ganó una aceptación más amplia que la prohibición de presentismo. Las ideas políticas del pasado pertenecían a los lenguajes del pasado, que no tenían continuidad con los del presente y debían ser reconstruidos si se pretendía entender el verdadero significado de cualquier texto que se articulara en esos lenguajes. Las ideas políticas no estaban disponibles para un traslado de modo ignorante al discurso contemporáneo. \\nLa “revolución en la historia del pensamiento político” de Cambridge, a pesar de su insistencia en la primacía del contexto histórico, en términos generales no aplicó sus preceptos a sí misma. Pero el escenario en el que se originó parece bastante claro: el consenso de posguerra en el ámbito angloparlante con el florecimiento de la filosofía del lenguaje y la promesa del fin de las ideologías. Se trataba, al menos en lo referido a la política interna, de una arena marcadamente despolitizada (en la política externa, por supuesto que la Guerra Fría estaba lejos de haber terminado). En la Europa continental no reinaban condiciones tan confortables. Con el telón de fondo del reciente fascismo y la resistencia contra él, y en un escenario persistente de comunismo y una batalla para contenerlo o reprimirlo, las pasiones ideológicas estaban mucho más exacerbadas. Así, no sorprende que las advertencias de la Escuela de Cambridge fueran poco tenidas en cuenta. En la Alemania de los cincuenta y los tempranos sesenta, los dos trabajos señeros sobre historia de las ideas, Kritik und Krise (1954) de Reinhart Koselleck y Strukturwandel der Öffentlichkeit (1962) de Jürgen Habermas, podían ser vistos, a su modo, como una revolución de los métodos y de los hallazgos no menos profunda que la que el trabajo de los historiadores de Cambridge representaba en Gran Bretaña. Pero ninguno de los dos tuvo reparo en establecer conexiones directas —y antitéticas— entre los conceptos de la esfera pública propios de la Ilustración y las candentes preocupaciones relativas a la contemporaneidad: los peligros del totalitarismo, la cultura de los medios de comunicación mercantilizados y la democracia delegativa. \\nTales usos europeos del pasado persistieron. Baste pensar en Norberto Bobbio, quien comenzó escribiendo sobre Hobbes en la década del cuarenta. Tres décadas después, no dudó en transponer el diseño del Leviathan a los riesgos bélicos de la era nuclear ni en argumentar a favor de un superpoder singular con monopolio de la violencia extrema interestatal para asegurar una paz estable (Il problema della guerra e le vie delle pace, 1979). O, contrariamente, Habermas pudo retomar, sin sentir el menor inconveniente ni percibir la menor incongruencia, el esquema de Kant de la paz perpetua como una maqueta de las intervenciones humanitarias de las Naciones Unidas durante la década del noventa. O, más recientemente, Rosanvallon, quien trajo nuevamente a la discusión pública a Guizot en la década del ochenta para promocionar las ventajas de una recuperación del liberalismo francés —Le Moment Guizot (1985) como una operación subsidiaria del entonces vigente “momento Furet”—, retoma a Guizot con iguales objetivos en La contre-démocratie (2006), veinte años después. En definitiva, en esas declinaciones continentales el presentismo no produjo mayores ansiedades. \\nPodría objetarse que esos pensadores, a excepción de Koselleck, no pueden ser considerados historiadores en sentido estricto —e incluso se podría acusar a Koselleck de practicar algo más cercano a una forma filosófica que a una forma convencional de la historia. Pero cuando atendemos a las producciones posteriores de los historiadores de Cambridge, advertimos que ellos mismos se alejaron hace tiempo de las prescripciones asépticas de su juventud. Las razones de ese cambio no son difíciles de descubrir. Las plácidas verdades indiscutibles de los cincuenta ya no se sostienen. Liberty before Liberalism (1998) de Skinner, busca recuperar en Marchamont Nedham, James Harrington o Algernon Sydney ideas “neo-romanas” de libertad como no-dependencia a la voluntad de otros, y las propone como antídoto a la concepción hobbesiana de libertad negativa como mera ausencia de impedimento de acción, que se convirtió en parte del sentido común. A esta construcción, evidente reacción a la era del thatcherismo, podría achacársele precisamente el pecado cuya condena fundó el renombre de Skinner. Para Blair Worden y Pocock, era claramente presentista. Dunn, más radicalmente disconforme con el devenir de la democracia occidental, en Setting the People Free (2005) volvió a Roberspierre y Babeuf para buscar pistas sobre los límites que el “orden del egoísmo” le impone a la democracia. Tampoco Pocock, el más autorizado de todos, pudo resistir la tentación del presente. Ya The Machiavellian Moment finalizaba con el escándalo de Watergate. Pero su modo de vincular el pasado con el presente fue claramente diferente. Richard Nixon pudo figurar en las páginas de Pocock como una criatura de una imaginación típicamente Old Whig, pero su modo no es la presentación abierta de los pensadores del pasado como enseñanza del presente, sino otro, a la vez más oblicuo y más directo. The Discovery of Islands (2005) no pone a su servicio a Tucker o Gibbon. Pero su feroz ataque al desmantelamiento de la soberanía nacional y a los triunfos de la mercantilización en la Unión Europea —objeto de admiración de Skinner— es más intencionalmente político que lo que cualquier colega de Pocock se permitió. No es necesario trazar su línea de proveniencia: no hay dudas de que estamos ante el republicanismo, en el sentido peculiarmente incisivo que el joven Pocock reveló a los modernos. \\n¿Toda esta reincidencia no es más que un lapsus tardío de presentismo? El término está expuesto a una confusión. El significado de una idea política sólo puede ser entendido en su contexto histórico –social, intelectual y lingüístico–. Arrancarlo de ese contexto es un anacronismo. Pero, contrariamente a la gastada afirmación atribuida a Wittgenstein, significado y uso no son lo mismo. Las ideas del pasado pueden adquirir relevancia contemporánea —incluso, en ocasiones, una mayor a la que poseían originariamente— sin ser mal interpretadas. No hay garantía contra su distorsión ni se puede asegurar su momificación. \\n \\n[Enviado por el autor. Traducción del original en inglés y notas: Natalia Bustelo]\",\"PeriodicalId\":33747,\"journal\":{\"name\":\"Politicas de la Memoria\",\"volume\":\" \",\"pages\":\"\"},\"PeriodicalIF\":0.0000,\"publicationDate\":\"2022-12-16\",\"publicationTypes\":\"Journal Article\",\"fieldsOfStudy\":null,\"isOpenAccess\":false,\"openAccessPdf\":\"\",\"citationCount\":\"0\",\"resultStr\":null,\"platform\":\"Semanticscholar\",\"paperid\":null,\"PeriodicalName\":\"Politicas de la Memoria\",\"FirstCategoryId\":\"1085\",\"ListUrlMain\":\"https://doi.org/10.47195/22.753\",\"RegionNum\":0,\"RegionCategory\":null,\"ArticlePicture\":[],\"TitleCN\":null,\"AbstractTextCN\":null,\"PMCID\":null,\"EPubDate\":\"\",\"PubModel\":\"\",\"JCR\":\"\",\"JCRName\":\"\",\"Score\":null,\"Total\":0}","platform":"Semanticscholar","paperid":null,"PeriodicalName":"Politicas de la Memoria","FirstCategoryId":"1085","ListUrlMain":"https://doi.org/10.47195/22.753","RegionNum":0,"RegionCategory":null,"ArticlePicture":[],"TitleCN":null,"AbstractTextCN":null,"PMCID":null,"EPubDate":"","PubModel":"","JCR":"","JCRName":"","Score":null,"Total":0}
引用次数: 0
摘要
洛杉矶加州大学佩里·安德森(Perry Anderson)的现代派指责“现代派”,如果不是“现代派”,即通过抽象其历史背景来将过去的想法错误地用于现在,这在赫伯特·巴特菲尔德(Herbert Butterfield)于30年代初撰写的《辉格党对历史的解释》中赢得了他的第一个名声。该术语可能在1950年代在剑桥传播,随着昆汀·斯金纳、约翰·邓恩和J.G.A.波科克的第一批方法论文本而完全生效,这些文本与亚瑟·洛夫霍伊或乔治·H.萨宾或C.B.麦克弗森所实践的思想史发生了争议。彻底改变农村研究方式的建议在《古代宪法》和《波科克封建法》、《斯金纳现代政治思想的基础》和约翰·洛克·德·邓恩的政治思想中得到了堪称典范的实现。剑桥学校的任何协议都没有比禁止呈现主义更严厉或更广泛的接受。过去的政治思想属于过去的语言,这些语言与现在的语言没有连续性,如果要理解以这些语言表达的任何文本的真正含义,就必须重建这些语言。政治思想不能无知地转移到当代话语中。剑桥的“政治思想史上的革命”,尽管坚持历史背景的首要地位,但总体上并没有将其戒律应用于自己。但它起源的情景似乎相当清楚:战后随着语言哲学的繁荣和意识形态终结的承诺,英语领域的共识。至少在国内政治方面,这是一个明显非政治化的竞技场(在外交政策方面,冷战当然还远未结束)。欧洲大陆的条件并不那么舒适。在最近法西斯主义和对法西斯主义的抵抗的背景下,在共产主义持续存在的情况下,在遏制或镇压共产主义的斗争中,意识形态激情更加激化。因此,毫不奇怪,剑桥学校的警告很少被考虑在内。在50年代和60年代初的德国,关于思想史的两部标志性作品,莱因哈特·科塞莱克的《克里蒂克与克里斯》(1954年)和于尔根·哈贝马斯的《斯特鲁克图万德尔·德·厄芬特里奇基特》(1962年),在他们看来,这是一场方法和发现的革命,其深度不亚于剑桥历史学家在英国的作品。但两人都不反对在启蒙运动特有的公共领域概念与对当代的紧迫关切之间建立直接和对立的联系:极权主义的危险、商业化媒体文化和授权民主。过去的这种欧洲用途仍然存在。想想诺伯托·博比奥就足够了,他在40年代开始写关于霍布斯的文章。三十年后,他毫不犹豫地将利维坦的设计转化为核时代的战争风险,也毫不犹豫地主张建立一个垄断极端国家间暴力的独特超级大国,以确保稳定的和平(战争问题和和平生活,1979年)。O、 相反,哈贝马斯能够在不感到任何不便或不一致的情况下,恢复康德的永久和平计划,将其作为1990年代联合国人道主义干预的模型。O、 最近,罗桑瓦隆在20世纪80年代再次将吉佐特带到公开辩论中,以促进法国自由主义复苏的好处——Le Moment Guizot(1985年)是当时有效的“Furet Moment”的附属行动——他在20年后的反民主运动(2006年)中以同样的目标恢复了吉佐特。简而言之,在这些大陆衰落中,现代派并没有引起更大的焦虑。有人可能会反对,除了科塞莱克,这些思想家不能被认为是严格意义上的历史学家,甚至可以指责科塞莱克实践的东西更接近哲学形式,而不是传统的历史形式。但当我们关注剑桥历史学家后来的作品时,我们警告说,他们自己很久以前就远离了年轻时的无菌处方。这种变化的原因并不难发现。五十年代无可争议的平静真理不再成立。 斯金纳的《自由主义之前的自由》(1998年)试图在马查蒙特·内达姆、詹姆斯·哈林顿或阿尔杰农·悉尼恢复“新罗马主义”的自由观念,即不依赖他人的意愿,并将其作为霍布斯消极自由观的解毒剂,例如仅仅没有行动障碍,这成为常识的一部分。这种对撒切尔主义时代的明显反应,恰恰可以归咎于斯金纳成名所依据的罪行。对于布莱尔·沃登和波科克来说,他显然是一个表演者。邓恩对西方民主的发展更加不满,他在《建立人民自由》(2005年)中回到罗伯斯皮埃尔和巴贝夫,寻找关于“自私秩序”对民主施加限制的线索。最权威的波科克也无法抗拒当下的诱惑。《马基雅维利亚时刻》已经以水门丑闻告终。但他将过去与现在联系起来的方式显然不同。理查德·尼克松可能在波科克的书页上以一种典型的老辉格党想象力的生物出现,但他的方式不是将过去的思想家公开展示为现在的教学,而是另一种既更加倾斜又更加直接的方式。《岛屿发现》(2005年)没有为塔克或吉本服务。但他对拆除国家主权和欧盟商业化胜利的猛烈攻击——这是斯金纳钦佩的对象——比波科克的任何同事都更具政治意图。没有必要画出它的起源线:毫无疑问,我们面对的是共和主义,这是年轻的波科克向现代人透露的独特而尖锐的意义。所有这些累犯只是一个迟来的表象失误?这个词容易混淆。政治思想的含义只能在其历史背景下理解——社会、智力和语言。从这种情况下把它撕下来是时代错误。但是,与维特根斯坦的陈词滥调相反,意义和用途是不一样的。过去的想法可以获得当代意义,有时甚至比它们最初拥有的意义更大,而不会被误解。不能保证它的变形,也不能保证它的木乃伊化。[作者提交。英文原版翻译和注释:娜塔莉亚·布斯特洛]
Presentismo
Perry Anderson
Universidad de California en Los Ángeles
La acusación —si no el término— de “presentismo”, de tomar ideas del pasado haciendo abstracción de su contexto histórico para usarlas erróneamente en el presente, ganó su primera notoriedad con The Whig Interpretation of History de Herbert Butterfield, escrito a comienzos de la década del treinta. El término, que probablemente ya estuviera difundido en Cambridge en los años cincuenta, adquirió plena vigencia con los primeros textos metodológicos de Quentin Skinner, John Dunn y J. G. A. Pocock, que polemizaban con la historia de las ideas tal como era practicada por Arthur Lovejoy o George H. Sabine o, en un registro diferente, por C. B. Macpherson. La propuesta de una transformación radical del modo en que el campo debía ser estudiado encontró su realización ejemplar en The Ancient Constitution and the Feudal Law de Pocock, The Foundations of Modern Political Thought de Skinner y The Political Thought of John Locke de Dunn. Ningún protocolo de la Escuela de Cambridge fue más severo ni ganó una aceptación más amplia que la prohibición de presentismo. Las ideas políticas del pasado pertenecían a los lenguajes del pasado, que no tenían continuidad con los del presente y debían ser reconstruidos si se pretendía entender el verdadero significado de cualquier texto que se articulara en esos lenguajes. Las ideas políticas no estaban disponibles para un traslado de modo ignorante al discurso contemporáneo.
La “revolución en la historia del pensamiento político” de Cambridge, a pesar de su insistencia en la primacía del contexto histórico, en términos generales no aplicó sus preceptos a sí misma. Pero el escenario en el que se originó parece bastante claro: el consenso de posguerra en el ámbito angloparlante con el florecimiento de la filosofía del lenguaje y la promesa del fin de las ideologías. Se trataba, al menos en lo referido a la política interna, de una arena marcadamente despolitizada (en la política externa, por supuesto que la Guerra Fría estaba lejos de haber terminado). En la Europa continental no reinaban condiciones tan confortables. Con el telón de fondo del reciente fascismo y la resistencia contra él, y en un escenario persistente de comunismo y una batalla para contenerlo o reprimirlo, las pasiones ideológicas estaban mucho más exacerbadas. Así, no sorprende que las advertencias de la Escuela de Cambridge fueran poco tenidas en cuenta. En la Alemania de los cincuenta y los tempranos sesenta, los dos trabajos señeros sobre historia de las ideas, Kritik und Krise (1954) de Reinhart Koselleck y Strukturwandel der Öffentlichkeit (1962) de Jürgen Habermas, podían ser vistos, a su modo, como una revolución de los métodos y de los hallazgos no menos profunda que la que el trabajo de los historiadores de Cambridge representaba en Gran Bretaña. Pero ninguno de los dos tuvo reparo en establecer conexiones directas —y antitéticas— entre los conceptos de la esfera pública propios de la Ilustración y las candentes preocupaciones relativas a la contemporaneidad: los peligros del totalitarismo, la cultura de los medios de comunicación mercantilizados y la democracia delegativa.
Tales usos europeos del pasado persistieron. Baste pensar en Norberto Bobbio, quien comenzó escribiendo sobre Hobbes en la década del cuarenta. Tres décadas después, no dudó en transponer el diseño del Leviathan a los riesgos bélicos de la era nuclear ni en argumentar a favor de un superpoder singular con monopolio de la violencia extrema interestatal para asegurar una paz estable (Il problema della guerra e le vie delle pace, 1979). O, contrariamente, Habermas pudo retomar, sin sentir el menor inconveniente ni percibir la menor incongruencia, el esquema de Kant de la paz perpetua como una maqueta de las intervenciones humanitarias de las Naciones Unidas durante la década del noventa. O, más recientemente, Rosanvallon, quien trajo nuevamente a la discusión pública a Guizot en la década del ochenta para promocionar las ventajas de una recuperación del liberalismo francés —Le Moment Guizot (1985) como una operación subsidiaria del entonces vigente “momento Furet”—, retoma a Guizot con iguales objetivos en La contre-démocratie (2006), veinte años después. En definitiva, en esas declinaciones continentales el presentismo no produjo mayores ansiedades.
Podría objetarse que esos pensadores, a excepción de Koselleck, no pueden ser considerados historiadores en sentido estricto —e incluso se podría acusar a Koselleck de practicar algo más cercano a una forma filosófica que a una forma convencional de la historia. Pero cuando atendemos a las producciones posteriores de los historiadores de Cambridge, advertimos que ellos mismos se alejaron hace tiempo de las prescripciones asépticas de su juventud. Las razones de ese cambio no son difíciles de descubrir. Las plácidas verdades indiscutibles de los cincuenta ya no se sostienen. Liberty before Liberalism (1998) de Skinner, busca recuperar en Marchamont Nedham, James Harrington o Algernon Sydney ideas “neo-romanas” de libertad como no-dependencia a la voluntad de otros, y las propone como antídoto a la concepción hobbesiana de libertad negativa como mera ausencia de impedimento de acción, que se convirtió en parte del sentido común. A esta construcción, evidente reacción a la era del thatcherismo, podría achacársele precisamente el pecado cuya condena fundó el renombre de Skinner. Para Blair Worden y Pocock, era claramente presentista. Dunn, más radicalmente disconforme con el devenir de la democracia occidental, en Setting the People Free (2005) volvió a Roberspierre y Babeuf para buscar pistas sobre los límites que el “orden del egoísmo” le impone a la democracia. Tampoco Pocock, el más autorizado de todos, pudo resistir la tentación del presente. Ya The Machiavellian Moment finalizaba con el escándalo de Watergate. Pero su modo de vincular el pasado con el presente fue claramente diferente. Richard Nixon pudo figurar en las páginas de Pocock como una criatura de una imaginación típicamente Old Whig, pero su modo no es la presentación abierta de los pensadores del pasado como enseñanza del presente, sino otro, a la vez más oblicuo y más directo. The Discovery of Islands (2005) no pone a su servicio a Tucker o Gibbon. Pero su feroz ataque al desmantelamiento de la soberanía nacional y a los triunfos de la mercantilización en la Unión Europea —objeto de admiración de Skinner— es más intencionalmente político que lo que cualquier colega de Pocock se permitió. No es necesario trazar su línea de proveniencia: no hay dudas de que estamos ante el republicanismo, en el sentido peculiarmente incisivo que el joven Pocock reveló a los modernos.
¿Toda esta reincidencia no es más que un lapsus tardío de presentismo? El término está expuesto a una confusión. El significado de una idea política sólo puede ser entendido en su contexto histórico –social, intelectual y lingüístico–. Arrancarlo de ese contexto es un anacronismo. Pero, contrariamente a la gastada afirmación atribuida a Wittgenstein, significado y uso no son lo mismo. Las ideas del pasado pueden adquirir relevancia contemporánea —incluso, en ocasiones, una mayor a la que poseían originariamente— sin ser mal interpretadas. No hay garantía contra su distorsión ni se puede asegurar su momificación.
[Enviado por el autor. Traducción del original en inglés y notas: Natalia Bustelo]