{"title":"Wieder.政变 50 年后的法西斯主义模式","authors":"Raúl Rodríguez freire","doi":"10.7764/tl.73.107-122","DOIUrl":null,"url":null,"abstract":"Un mundo gobernado por los nazis que se parece muchísimo al mundo que emergió tras la Segunda Guerra Mundial es lo que encontramos en El hombre en el castillo (1962). Bajo el totalitarismo, las prácticas de consumo son las mismas que operan bajo la lógica cultural del capitalismo avanzado que conocemos. En la parte gobernada por Japón, los “cultos” adinerados coleccionan “objetos históricos de la civilización popular norteamericana” (34), como si se tratara de verdaderas antigüedades. La noción de historia forma parte del negocio, toda vez que los objetos de colección son acompañados con un certificado que acredita su “valor histórico” (70). “Tenían una pasión maniática por lo trivial”, se lee poco más adelante, y consideraban una muestra “realmente auténtica de la moribunda cultura norteamericana”, por ejemplo, un reloj pulsera de juguete con la cara de Micky Mouse estampada en el centro (51). Producidos en 1938, ya no quedaban más de 10 en todo el mundo, lo que hacía de tal artefacto plástico una verdadera joya anticuaria. Solo los comerciantes más astutos comprendieron que “el valor histórico no estaba en el certificado, sino en el objeto”, volviendo así inútiles términos como “genuino” y “falsificado”. El nazismo, nos muestra Philip Dick, es más que Hitler, que en su novela muere tempranamente gracias a una sífilis cerebral adquirida durante sus años de Viena, siendo reemplazado en el liderazgo por Martin Bormann. La violencia totalitaria convive así con la trivialidad de la cultura estadounidense, hasta fundirse con ella. La novela de Philip Dick se acerca, y no poco, a la tesis esgrimida por Max Horkheimer y Theodor W. Adorno en su famoso capítulo de la Dialéctica de la ilustración dedicado a la industria cultural, más allá, por cierto, de la dominante barbarie estética. Allí muestran que las diferencias entre los productos de consumo no sirven sino para “clasificar, organizar y manipular” (168) a los propios consumidores, y ello, bajo la totalitarización técnica y cultural a nivel industrial de la vida, asemeja más que diferencia el nazismo con la “civilización popular norteamericana”. 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Wieder. Modalidades del fascismo a 50 años del golpe
Un mundo gobernado por los nazis que se parece muchísimo al mundo que emergió tras la Segunda Guerra Mundial es lo que encontramos en El hombre en el castillo (1962). Bajo el totalitarismo, las prácticas de consumo son las mismas que operan bajo la lógica cultural del capitalismo avanzado que conocemos. En la parte gobernada por Japón, los “cultos” adinerados coleccionan “objetos históricos de la civilización popular norteamericana” (34), como si se tratara de verdaderas antigüedades. La noción de historia forma parte del negocio, toda vez que los objetos de colección son acompañados con un certificado que acredita su “valor histórico” (70). “Tenían una pasión maniática por lo trivial”, se lee poco más adelante, y consideraban una muestra “realmente auténtica de la moribunda cultura norteamericana”, por ejemplo, un reloj pulsera de juguete con la cara de Micky Mouse estampada en el centro (51). Producidos en 1938, ya no quedaban más de 10 en todo el mundo, lo que hacía de tal artefacto plástico una verdadera joya anticuaria. Solo los comerciantes más astutos comprendieron que “el valor histórico no estaba en el certificado, sino en el objeto”, volviendo así inútiles términos como “genuino” y “falsificado”. El nazismo, nos muestra Philip Dick, es más que Hitler, que en su novela muere tempranamente gracias a una sífilis cerebral adquirida durante sus años de Viena, siendo reemplazado en el liderazgo por Martin Bormann. La violencia totalitaria convive así con la trivialidad de la cultura estadounidense, hasta fundirse con ella. La novela de Philip Dick se acerca, y no poco, a la tesis esgrimida por Max Horkheimer y Theodor W. Adorno en su famoso capítulo de la Dialéctica de la ilustración dedicado a la industria cultural, más allá, por cierto, de la dominante barbarie estética. Allí muestran que las diferencias entre los productos de consumo no sirven sino para “clasificar, organizar y manipular” (168) a los propios consumidores, y ello, bajo la totalitarización técnica y cultural a nivel industrial de la vida, asemeja más que diferencia el nazismo con la “civilización popular norteamericana”. El suelo para la posibilidad de un Trump ya estaba completamente instalado en los años de postguerra.