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Abstract
El tener como objeto de estudio a los propios seres humanos no deja de suponer un riesgo para las ciencias sociales: que los sentimientos hacia nuestros familiares, amigos, vecinos, paisanos o, simplemente, hacia los grupos que nos despiertan simpatía o rechazo, nublen nuestra capacidad de interpretar con rigor los fenómenos que los afectan. Pero también el riesgo de reducir a nuestros semejantes a la condición de “casos”, susceptibles de ser manipulados, modificados, reubicados… reemplazados. Para los estudiosos de la población la responsabilidad es si cabe mayor, pues políticas tan aberrantes y que han provocado tanto sufrimiento como la segregación racial o las esterilizaciones forzosas se valieron en su día del trabajo de académicos que les proporcionaron una supuesta respetabilidad científica. El desarrollo de las ciencias sociales ha permitido desenmascarar los prejuicios sexistas, racistas, religiosos o de clase que se escondían detrás de tales políticas, pero en el fondo, no ha hecho más que reafirmar una evidencia que, sin tanto aparato intelectual, muchos otros han sostenido a lo largo de la Historia: que todos los seres humanos nacen libres e iguales y que, como tales, tienen derecho a la búsqueda de la felicidad. Hace sesenta años que estos principios quedaron definitivamente asentados en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, y consideramos que el progreso material, científico y cultural que ha vivido la Humanidad desde entonces sólo tiene sentido si tiene como resultado una ampliación constante de los derechos humanos.