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Abstract
Pertenezco a una generación latinoamericana cuyo inicio intelectual se situó a finales de la llamada II Guerra Mundial, en la década de los 50s. Para nosotros no había en Argentina de esa época ninguna duda de que éramos parte de la “cultura occidental”. Por ello ciertos juicios tajantes posteriores son propios de alguien que se opone a sí mismo. La filosofía que estudiábamos partía de los griegos a quienes veíamos como nuestros orígenes más remotos. El mundo amerindio no tenía ninguna presencia en nuestros programas y ninguno de nuestros profesores hubiera podido articular el origen de la filosofía con ellos 1 . Además el ideal del filósofo era el que conocía en detalles particulares y precisos las obras de los filósofos clásicos occidentales y sus desarrollos contemporáneos. Ninguna posibilidad siquiera de la pregunta de una filosofía específica desde América Latina. Es difícil hacer sentir en el presente la sujeción inamovible del modelo de filosofía europea (y en ese tiempo, en Argentina, aún sin ninguna referencia a Estados Unidos). Alemania y Francia tenían hegemonía completa, en especial en Sudamérica (no así en México, Centro América o el Caribe hispánico, francés o británico). En filosofía de la cultura se hacía referencia a Oswald Spengler, Arnold Toynbee, Alfred Weber, A.L.Kroeber, Ortega y Gasset o F. Braudel, y después un William McNeill. Pero siempre para comprender el fenómeno griego (con las célebres obras tales como la Paideia o el Aristóteles de W. Jaeger), la disputa en torno a la Edad Media (desde la revalorización autorizada de Etienne Gilson), y el sentido de la cultura occidental (europea) como contexto para comprender la filosofía moderna y contemporánea. Aristóteles, Tomás, Descartes, Kant, Heidegger, Scheler era las figuras señeras. Era una visión sustancialista de las culturas, sin fisuras, cronológica del Este hacia el Oeste como lo exigía la visión hegeliana de la historia universal. Con mi viaje a Europa –en mi caso en 1957, cruzando el Atlántico en barco-, nos descubríamos “latinoamericanos” o no ya “europeos”, desde que desembarcamos en Lisboa o Barcelona. Las diferencias saltaban a la vista y eran inocultables. Por ello, el problema cultural se me presentó como obsesivo, humana, filosófica y existencialmente: